Un galpón con piso de tierra fue el lugar elegido por un inmigrante italiano, Batista Fazio, para abrir un café: El Rivadavia, en la esquina de la avenida homónima y la calle Rincón. Corría 1890 y el barrio de Balvanera era un hervidero de malevos, jornaleros y payadores.
Esas noches de fin de milenio, a unas cuadras, la "taquería". "Cuenta la leyenda que un viejo comisario, luego de cada robo en la zona, anunciaba que iba a ver a sus angelitos. La ironía fue celebrada por otro inmigrante, esta vez español, Ángel Salgueiro, que luego de comprarlo en 1919, lo bautizó un año después con su nombre actual: Café de los Angelitos", relata Beba Morales, presidenta de su Asociación de Amigos.
Ya para ese momento era un lugar elegido por Carlos Gardel, que solía pedir los jueves la especialidad de la casa, el puchero criollo, y había firmado ahí mismo su primer contrato con el director artístico del sello Odeón, en 1917.
Otro de sus insignes habitúes, Cátulo Castillo, compuso un tango en su honor a fines de la década del 30, poniéndolo en el mapa: “¡Rivadavia y Rincón!... Vieja esquina de la antigua amistad que regresa, coqueteando su gris en la mesa que está meditando en sus noches de ayer.” Su cercanía al Congreso lo volvió atractivo para los diputados socialistas Juan B. Justo y Alfredo Palacios y luego a la bohemia cultural, de la mano de Florencio Parravicini.
En 1992 cerró por el estado en que se encontraba. Fue demolido y reconstruido, bajo un ambicioso proyecto arquitectónico que tomó quince años, devolviéndole su antiguo esplendor. "El Café de los Angelitos fue declarado bar notable en 200chile lo que se buscó mostrar su historia, la que se puede leer en sus paredes amarillo pastel y ver en las fotografías y testimonios de las glorias nacionales del tango, el cine y el deporte" sostienen desde la Asociación, como una manera de rescatar los años de olvido en una ciudad donde el mantenimiento del patrimonio histórico parece no ser un tema crítico para ninguna gestión.
Sobre estas mismas baldosas españolas, sillas y mesas de madera color caoba, decoradas con cuero verde unas y con mármoles jaspeados las otras, sirvieron de oficina a Gardel. Arriba, una araña de cristales descansa sobre la estructura circular del cielorraso, coronando la escena.
La puerta de ingreso vidriada con apliques dorados y los inmensos ventanales pintados con figuras de querubines permiten apreciar desde el centro del salón el incesante tráfico y los miles de peatones que circulan por la mítica esquina.
Una notebook y un velador de principios del siglo pasado conviven hoy en la barra del café, sobre la que los malevos lloraron sus penas de amor. Dos palcos con sillas, micrófonos y un vitreaux que reproduce una escena de tango, presumen de tiempos en los que los cantores lo hacían en vivo, con la única compañía de su guitarrista, o en las que el público se deleitaba con la orquesta de señoritas: el acordeón de Juanita Cacace o la voz de Tita Merello.
Al costado de la barra, el ingreso a la cocina, con sus puertas vaivén y, en la cadencia de su abrir y cerrar, un regimiento de cocineros y mozos, devuelven al comensal la esperanza de volver a sentir el olor de la comida preparada por las abuelas.
El salón contiguo, envuelto en un cortinado de pana color borravino, separa los ambientes: el café del comedor, con su piso de madera lustrosa, para los tiempos aquellos donde se bailaba milonga, bajo el techo de madera y destellos de vidrio.
Ya no es el mismo de antes, el tiempo fue inclemente con el viejo galpón, pero si se afina el oído, que el ruido de las máquinas de café, y su aroma, ensordece, aún se puede escuchar: “Y en el dulce rincón que era mío, su cansancio la vida bosteza, porque nadie me llama a la mesa de ayer. Porque todo es ausencia y adiós”.